Los hombres son mucho más generosos y pacientes de lo que nosotras pensamos. En la cultura latina sobretodo, pero en general en occidente es común encontrarnos con libros cuyos temas en general son: “Hombres que no quieren a las mujeres”, “Las mujeres que no son amadas”, “Hombres de un planeta y las mujeres de otro”. Debo confesar mi ignorancia en el tema ya que nunca he leído este tipo de libros. En mi casa fuimos: mi papá, mi hermano, mi mamá y yo. Crecí entonces con dos hombres en la casa y los que me conocen saben que mis mejores y entrañables amigos de mi corazón son ellos dos. Creo que nadie me entiende mejor que esos dos hombres, y para completar, mi niño es un varón. ¿Cómo no amarlos?
Frecuentemente escuchamos cómo las nuevas madres se quejan de sus hombres. En lo personal he visto de cerca amigas cuyos hombres no reconocen su trabajo de ser madres; cómo si tener un bebé fuese lo mismo que tomar vacaciones. Las mujeres latinas estamos acostumbradas a pasar por esto solas. ¿Cómo pueden ellos vislumbrar lo que es parir, amamantar, recuperarse de las heridas, mirarse en el espejo y no lograr reconocerse en esa mujer hinchada y gorda que nos mira desde el otro lado, atender al bebé que demanda mimos y cuidados las 24 horas, ver como tu pecho deja de ser tuyo así como todo tu cuerpo que queda flotando por la maternidad y para colmo, la mujer inteligente que creías que eras ya no sabes donde está? Una se convierte en una descerebrada capaz de oler el pañal sucio del niño a varios metros de distancia, nuestra meta en la vida se reduce a lograr exprimirse suficientes onzas de leche y nada es más importante que el nuevo juguete, ese que ayuda al niño a estirarse para agarrar los muñequitos.
La maternidad es literalmente un camión que le pasa a uno por encima. Y tenemos, además, la paciencia o no, de atender al hombre que “realmente si trabaja”, de atender a la visita, la casa, la suegra… es absolutamente devastador y generalmente el que paga la frustración es el más débil e inocente: el bebé.
Debemos reconocer que somos nosotras las encargadas de poner las cosas en orden. ¿Si nosotras necesitamos prepararnos tanto para dar a luz que es un hecho propio de nuestra naturaleza, cómo pretender que los varones entiendan algo que ellos nunca experimentan?
Para mi la clave fue prepararme y en esa preparación involucré a mi hombre todo el tiempo. Mi hombre asumió que él era el copiloto de este vuelo, pudo vislumbrar la fragilidad no sólo física sino emocional con la que quedamos las madres después de parir. Entendió que alguien debía sostenerme a mí para yo poder sostener al bebé, que debía protegerme de críticas, alimentarme y cuidarme para yo cuidar y alimentar a nuestro bebé. Fuimos encontrando el camino de funcionar, sin que yo me sintiera violentada y él se sintiera indispensable y vital. Eso son nuestros hombres en la familia, son indispensables y vitales. Ellos tienen la energía y la paciencia para levantarnos cuando estamos desmayadas, ni sus hormonas ni su cuerpo cambian, tampoco su cerebro que sigue siendo capaz de razonar cuando el nuestro está asimilando todo este nuevo mundo de sensaciones, olores, fragilidad y ese nuevo amor por el hijo, tan fuerte que casi duele.
Debemos darles la oportunidad de cuidarnos, debemos entender que nadie puede preocuparse por lo que no sabe, debemos mostrarles el camino que necesitamos y entonces quizá, construiremos hogares más sólidos, donde la comprensión, la solidaridad, la paciencia y el amor sean los primeros ejemplos que nuestros hijos reciban.
Frecuentemente escuchamos cómo las nuevas madres se quejan de sus hombres. En lo personal he visto de cerca amigas cuyos hombres no reconocen su trabajo de ser madres; cómo si tener un bebé fuese lo mismo que tomar vacaciones. Las mujeres latinas estamos acostumbradas a pasar por esto solas. ¿Cómo pueden ellos vislumbrar lo que es parir, amamantar, recuperarse de las heridas, mirarse en el espejo y no lograr reconocerse en esa mujer hinchada y gorda que nos mira desde el otro lado, atender al bebé que demanda mimos y cuidados las 24 horas, ver como tu pecho deja de ser tuyo así como todo tu cuerpo que queda flotando por la maternidad y para colmo, la mujer inteligente que creías que eras ya no sabes donde está? Una se convierte en una descerebrada capaz de oler el pañal sucio del niño a varios metros de distancia, nuestra meta en la vida se reduce a lograr exprimirse suficientes onzas de leche y nada es más importante que el nuevo juguete, ese que ayuda al niño a estirarse para agarrar los muñequitos.
La maternidad es literalmente un camión que le pasa a uno por encima. Y tenemos, además, la paciencia o no, de atender al hombre que “realmente si trabaja”, de atender a la visita, la casa, la suegra… es absolutamente devastador y generalmente el que paga la frustración es el más débil e inocente: el bebé.
Debemos reconocer que somos nosotras las encargadas de poner las cosas en orden. ¿Si nosotras necesitamos prepararnos tanto para dar a luz que es un hecho propio de nuestra naturaleza, cómo pretender que los varones entiendan algo que ellos nunca experimentan?
Para mi la clave fue prepararme y en esa preparación involucré a mi hombre todo el tiempo. Mi hombre asumió que él era el copiloto de este vuelo, pudo vislumbrar la fragilidad no sólo física sino emocional con la que quedamos las madres después de parir. Entendió que alguien debía sostenerme a mí para yo poder sostener al bebé, que debía protegerme de críticas, alimentarme y cuidarme para yo cuidar y alimentar a nuestro bebé. Fuimos encontrando el camino de funcionar, sin que yo me sintiera violentada y él se sintiera indispensable y vital. Eso son nuestros hombres en la familia, son indispensables y vitales. Ellos tienen la energía y la paciencia para levantarnos cuando estamos desmayadas, ni sus hormonas ni su cuerpo cambian, tampoco su cerebro que sigue siendo capaz de razonar cuando el nuestro está asimilando todo este nuevo mundo de sensaciones, olores, fragilidad y ese nuevo amor por el hijo, tan fuerte que casi duele.
Debemos darles la oportunidad de cuidarnos, debemos entender que nadie puede preocuparse por lo que no sabe, debemos mostrarles el camino que necesitamos y entonces quizá, construiremos hogares más sólidos, donde la comprensión, la solidaridad, la paciencia y el amor sean los primeros ejemplos que nuestros hijos reciban.